Por Maximiliano Abad (*)
Lo que está detrás de la reforma judicial que impulsa el kirchnerismo es la voluntad de darle a la Justicia la forma que ellos necesitan para perpetuarse. Adaptar la realidad a la idea, y no al revés. Ese es el procedimiento del que ideologiza, del que no puede ver más allá de los límites de su propia concepción de las cosas: querer hacer redondo lo que es cuadrado, si es preciso, a martillazos.
Los nombramientos en el Poder Judicial, aunque finitos, perduran y no están sujetos a los vaivenes de la alternancia. Esta perpetuidad o estabilidad en el tiempo es su verdadero poder o, en otras palabras, los políticos pasan, los jueces quedan. Por eso, sin estar sujetos a voluntad popular, como sucede en los otros poderes del Estado, lo único que le garantiza impunidad al poder totalitario no es “manejar” a la Justicia, sino “ser” la Justicia: confundir el poder político con la burocracia judicial todo lo que se pueda, camuflar, borrar todo límite entre ellos.
Revisemos los postulados de la reforma de los Fernández: el Presidente dijo que era necesario crear un consejo para que lo asesore sobre: Corte Suprema de Justicia de la Nación, Consejo de la Magistratura, Procuración General de la Nación y la Defensoría General de la Nación. Todos estas Instituciones son las cabezas del Poder Judicial. Ese consejo legitima los planes del gobierno con un grupo de expertos que ya tienen escritos sus apuntes y manuales.
Es verdad que el Poder Ejecutivo puede, constitucionalmente, proyectar un Poder Judicial, sin consensuarlo con la oposición, siempre y cuando respete la institucionalidad del Poder Legislativo. Pero, es llamativo que, para una reforma del sistema judicial federal, no se haya convocado a miembros del Poder Judicial Federal. Allí hay una omisión técnica.
Tampoco se convocó a expertos y actores no judiciales que no sean afines al gobierno, allí hay una tendencia al pensamiento único. En cualquier caso, la democracia brilla por su ausencia.
Hay, en definitiva, una falta de mirada democrática en esta reforma y hay, también, una personalización peligrosa: quien se constituye en una de las voces más relevantes del proyecto es el abogado de la vicepresidente, que tiene intereses directos en el resultado del proceso. Ese detalle no es menor, porque el gobierno no se molesta en disimularlo. Lo expone, lo revela, exacerbando un gesto de poder.
Si indagamos más profundo, encontramos nuevas y variadas contradicciones: cualquier persona que conozca a fondo el mapa judicial de la República Argentina comprendería sin esfuerzo que, la transformación del sistema no puede hacerse sin tener en cuenta la cuestión tecnológica. Una reforma que no ponga la Justicia en el futuro no tiene destino. Esto significa digitalizarla, despapelizarla. Y acá se ve, claramente, la necesidad de un Congreso comprometido, porque el diagrama del mapa judicial es potestad del Poder Legislativo de la Nación. Otra vez, el camino más apropiado hubiera sido el del consenso, pero no entra en su concepción de la política.
La migración al sistema acusatorio es, también, un reflejo de la voluntad de ir por todo: no porque el sistema sea mejor o peor en sí mismo, sino por sus antecedentes: con el sistema acusatorio no sólo nombran a los nuevos jueces, sino también a los nuevos fiscales y defensores. Este sistema desdobla el poder que hoy está en cabeza de los jueces.
Pero del lado de los fiscales queda la posibilidad de acusar o no, de qué acusar y qué pruebas proveerse.
El objetivo final, es claro, es la Corte Suprema, pero hoy no cuenten con los votos en el Congreso. Eso se juega en 2021 en las próximas elecciones legislativas. Para esa estocada final necesitan legisladores: sólo así podrán lograr “ser” la justicia.
La cuestión es aún más grave si la analizamos desde el prisma de la oportunidad, y desde la capacidad estatal para enfrentar una reforma como la que están impulsando: la demanda presupuestaria que implicará esta reforma no condice con la realidad económica del país. Es inconmensurable el gasto que va a implicar y, además, no tiene sentido de la oportunidad, porque no va acompañada de otras importantes y necesarias modificaciones, como la dotación de tecnología al poder judicial, que podría disminuir notablemente la cantidad de juzgados, jueces, funcionarios, empleados e estructura.
Será una nueva oportunidad perdida. Nadie puede estar en contra de una reforma en el sistema judicial, porque es una deuda que la dirigencia argentina tiene con sus ciudadanos.
Pero, cuando el gobierno actúa por sus intereses, peleas internas, y hasta disputas personales, como fue en su momento la 125, o la llamada ley de medios, el fracaso es doble: se bastardea una discusión necesaria y se posterga por muchos años el debate profundo y verdadero de la cuestión de fondo. Fatalidades de pensar que, a martillazos, puede hacerse redondo lo que es cuadrado.
(*) Jefe del bloque de diputados de Juntos por el Cambio de la Provincia de Buenos Aires.